Ayer fui con A. al Teatre Romea a ver Troyanas, una adaptación de la tragedia del dramaturgo griego Eurípides.
Odio los remake. Mucho, además. No os digo lo que me pareció el de It…que tuve la desgracia de ir a ver el año pasado. Pero no es el único, es algo bastante general. Si algo originalmente es bueno…¿por qué reversionarlo? Pues bien, con este alegre pensamiento entré ayer en el teatro. Tan pronto como A. me dijo que era una adaptación, suspiré. Si hay un tipo de remake que odio especialmente, es el que se hace de los clásicos. Porque este tipo suele ser abominable, horrible.
Dicho esto, ayer ocurrió algo en el Teatre Romea que más me sorprendió a mí que a ningún otro. La adaptación es buena. No es que no sea mala, es que es buena, que son cosas diferentes. Hablamos de una adaptación que trae a Eurípides al día de hoy, lo pone delante del público del siglo XXI y le explica esa historia, que él explicó en el siglo V aC, con la misma actualidad con la que fue creada. Mientras el teatro se llenaba antes de la función, le dije a A. que si, por un momento, por un instante, esos autores de aquella antigüedad a veces olvidada, pudieran ver cómo se llenan teatros, plazas, cines…para ver, para volver a ver, las historias que ellos explicaban, creerían en la eternidad.
Troyanas (y aquí viene un spoiler, aunque si con The Rocky Horror Picture Show llegaba tarde, con esto ya no os digo…que ni siquiera era desconocida la historia hace dos mil quinientos años…) explica la historia de las mujeres vencidas. Troya cae. Odiseo, más que los griegos en general, vence. Vence él y no los griegos porque es su inteligencia, y no la fuerza bruta, lo que hace caer Troya. Troya cae. Y con Troya caen todas las Troyas del mundo. Si hoy esta obra sigue haciéndonos llorar (literalmente. Yo ayer lloré en el teatro, experimentando, quizá, la catarsis que el autor buscaba provocar, y no era la única en hacerlo…) es porque ha habido, hay, muchas Troyas. Y muchas troyanas. Y muchos Astianactes (el hijo pequeño de Héctor y Andrómaca, todavía un bebé, que es lanzado desde las murallas de su ciudad para que muera, asesinando, con él, el futuro de su pueblo). Porque en él veía yo al pequeño siriano muerto en aquella playa. Sin nombre, sin futuro, sin vida. Porque da igual que la guerra se haga con lanzas y espadas o con bombas y aviones. La guerra es guerra, siempre, sin distinciones. Y Eurípides lo sabía. Sabía que el género humano no iba a cambiar nunca.
Las troyanas en escena son Hécuba (Aitana Sánchez-Gijón), Casandra (Míriam Iscla), Briseida (Pepa López) (¿troyana? debéis pensar…sí, puesto que comparte su mismo destino, como la siguiente), Helena (Maggie Civantos), Andrómaca (Gabriela Flores) y Polixena (Alba Flores) (algún avezado pensará que a esas alturas Polixena ni siquiera está viva, y tiene razón…). Con sus palabras conocemos el destino de Troya y el dolor de los caídos. Actuaba ayer también Nacho Fresneda en la piel del mensajero griego. El único hombre.
En hora y media de función no hay respiro. No hay momento en el que puedas decir «dejo de sentir» o ni siquiera en el que puedas bajar la guardia. Es una tragedia en el sentido antiguo y amplio de la palabra. El trabajo de los actores es impecable. La escenografía, sobria, como no cabría esperar de otra manera tratándose de un espectáculo que no para de viajar y con el que no dejan de hacer bolos.
Si hay algo que no he entendido, quizá por conocer demasiado la historia original, es la distribución de los papeles. Me esperaba una Hécuba mucho mayor, interpretada quizá por Pepa López y no por una Aitana Sánchez-Gijón que, como Hécuba, casi compartía edad con alguna de sus hijas. También me costó entender al principio a Casandra, hasta pasado un rato pensé que la interpretaba Alba Flores, quien, en cambio, encarna a Polixena.
Os dejo un pequeño vídeo para que os hagáis una idea, pero os aconsejo vivamente ir al teatro:
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