“[…] Ardua pena acongoja mi alma, ayer mismo escapé del océano tras dejar el islote de Ogigia y errar veinte días entre embates de olas y raudos ciclones y el hado para nuevas desgracias aquí me arrojó, que no espero en mis males cesar sin que antes los colmen los dioses. Pero tú ten, ¡oh reina!, piedad, pues a ti la primera he llegado tras tanto sufrir y no sé de ninguno de los hombres que tienen aquí su poblado y sus campos.
[…] Extranjero […] ya que has llegado a esta tierra, vestidos por nosotros tendrás y de nada serás defraudado cuanto debe alcanzar el que arriba infeliz suplicante.”
Homero, Odisea, VI, v.149 y ss.
Ni “nuestro” a lo romano ni “madre” lo Llach. El nombre con el que es conocido es el más neutro de todos: Mediterráneo. “En medio de tierras”. Bendición para muchos, condena para demasiados. Tan pequeño que parece inofensivo, tan letal como el mayor de los océanos.
Como siempre (o, al menos, a menudo) sucede, los griegos antiguos eso ya lo sabían. Lo tenían presente. Lo vivían en carne propia, con cada respiración. Pero el ser humano es profundamente necio y es capaz de renunciar a conocimientos y costumbres que salvaron vidas y ha pasado a considerar, así, el Mediterráneo como una especie de piscina donde veranear.
Los helenos tenían tan presentes sus peligros que durante unos determinados meses del año ni siquiera se hacían a la mar. Pero no solo eso.
En una sociedad que tenía que vivir mirando al ponto (su tierra ha sido y será siempre insuficiente para su supervivencia), los naufragios y sus consecuencias eran parte del día a día. Quizá por eso y pese a que hasta bien entrada la época clásica no apareció una cierta conciencia nacional, los griegos tenían como sagrada la institución de la ξενία (xenía) o extranjería, muy presente en los poemas homéricos.
He iniciado este texto citando un fragmento del canto sexto de la Odisea, en el que Odiseo (más conocido como Ulises) pide hospitalidad a Nausicaa al poco de llegar a la Isla de los Feacios, de la que ella es princesa. La reacción de la chica es más que conocida: a diferencia de sus esclavas que, asustadas, huyen, ella se mantiene firme frente a un ajado extranjero que no conoce y que tal vez teme (es instintivo el miedo al “otro”, tan estudiado en antropología), pero la educación esmerada que ha recibido le indica qué debe hacer: ofrece al forastero bebida y comida in primis, puesto que esa es su necesidad más acuciante, luego le proporciona ropas y ungüentos con los que limpiar y cubrir su cuerpo, ya que Poseidón le había expulsado de su seno sin nada, apenas más dotado de razón que el día en que nació. Luego, sabiendo que es algo que no le toca hacer a ella, hace lo posible para que encuentre a sus progenitores en el palacio. Ellos serán los que, una vez ofrecida comida y bebida de nuevo, preguntarán al desconocido su origen y su historia: el origen para saber si existían lazos de hospitalidad previos, la historia para establecerlos en adelante de no ser así.
Los feacios escuchan la historia de Odiseo y es gracias a ellos que consigue volver a Ítaca después de veinte años.
Es esta una historia conocida para aquellos que hayan tenido la suerte de recibir una formación humanística. Siempre denostadas por “inútiles” (y llenaría el texto de comillas para remarcar la inutilidad de ese “inútiles”), las humanidades molestan más por peligrosas que por otra cosa. Si todos tuviéramos esa formación, ¿sería posible el auge de ciertas maneras de pensar en un continente que ha vivido lo que ha vivido Europa no hace tantos años? Si nos pusiéramos todos en la piel de los demás como hacían los griegos clásicos antes incluso de abrir la boca para preguntar “¿quién eres?”, ¿estaría el Mediterráneo lleno de cadáveres? ¿Se habría alimentado la sardina que has cenado de carne humana? ¿Expulsaríamos a gente sin hogar a países destrozados por guerras que nosotros mismos hemos provocado?
No son estas preguntas retóricas. Tienen respuestas y aventuro que tú, humano de la procedencia que sea (español, catalán, italiano…), que estás leyendo estás líneas escritas entre la exasperación y la rabia, no hubieras dejado morir a Ulises en las playas de Feacia.
No apartes, pues, hoy, la vista del mar.
m.