«La caverna» de José Saramago

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José Saramago es, probablemente, uno de mis escritores favoritos. Lo es desde que en mis veinti pocos leí Ensayo sobre la ceguera y, justo después, Ensayo sobre la lucidez. Ambas obras maestras. La caverna, que nos ocupa hoy, ha sido definida por algunas personas como la tercera parte de una trilogía atípica, en la que los dos ensayos serían la primera y la segunda parte respectivamente.

Cipriano Algor y su hija Marta, y el marido de esta, Marcial, son el triángulo de personajes principales. Y Encontrado. También está Encontrado. Es un perro casi humano que Cipriano Algor se encontró un día, de ahí el nombre.

Cipriano Algor y su hija regentan una alfarería y trabajan para el Centro, nombre genérico para una gran superficie donde se encuentra de todo pero donde no tiene cabida todo. Así, los Algor se dan cuenta, a lo largo de la historia, de que han dejado de ser útiles en ese mundo salvajemente consumista en el que viven. Marcial, por su parte, es guardia en el Centro. Consiguen, gracias a él, vivir dentro de las instalaciones (donde, entre todo lo que se puede encontrar, se hallan también un buen número de apartamentos), pero su experiencia allí dentro no dura.

Un día, en unas obras de ampliación de los subterráneos del Centro, los operarios encuentran algo. Cipriano Algor consigue verlo. Su decisión es irse para no volver nunca más.

De ritmo, quizá, más lento que los ensayos (o, al menos, así me lo ha parecido a mí), La caverna es un libro que me ha costado más de leer que otros del mismo autor. Saramago coge de la mano a Platón en esta obra y, desvistiendo su filosofía de anacronismos, nos la presenta con la claridad acostumbrada en este escritor del que pronto se celebrarán los veinte años del Premio Nobel de Literatura.

La caverna es una obra para quien no tiene prisa, como el barro de la alfarería, que espera con paciencia secarse antes de poder ir al horno. Si se mete húmedo, se rompe. Como el barro, si el lector pretende entrar en el quid de la cuestión antes de tiempo, se hastía y lo deja a medias. El resultado no es una bonita figura de cerámica. Es el final que más me ha sorprendido, quizá, desde que leí Caín.

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